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jueves, 30 de abril de 2009

CAMINANDO POR LOS PUEBLOS DEL PERU

El Hombre y el escenario 
Recuay y Ticapampa, Huaraz, Marcará y Carhuaz, 

Por Julio Olivera 

El hombre y el escenario: aquél ahíto, el otro fecundo en sugestiones. El hombre en plena cogitación y emoción y el escenario en plena ebullición y vibración.
De Conococha al Cañón del pato dos franjas de paisajes se extienden a ambos lados del río Santa y culminan de un lado en la línea Nevada de la Cordillera Blanca y del otro en las cumbres de la Negra, delineando un espléndido escenario, rico en estampas melódicas y multicolores y fuente de emociones extraordinarias.
La Cordillera Blanca con su límite irreal y la Cordillera Negra con su cresta decorada por la patina de los siglos logran horizontes magníficos, prístina la una y con una diafanidad exacerbante e infinita, y la otra cargada de relieve y misterio.
A ambos lados la evolución y despliegue de la superficie, su anfractuosidad y movilidad, la oposición de abismo y cumbre, la contraposición de la estática y dinámica consternan y suspenden al espíritu. La montaña granítica con su enmarañado acento geométrico ofrece una modalidad dialéctica y arquitectural; en la cumbre argentada la línea del horizonte se confunde y se pierde en el espacio en un afán de perspectivas atmosféricas. 
En Conococha la riqueza poliédrica de Inka -Mashán dialoga con la cumbre Nevada de La Viuda; más abajo el trémulo e inusitado nevado de Huancapetí, en Aija, mira con aire de grandeza protectora a la garganta de "Cahuish". El Campanario escarpado de Callán en Huaraz tiene empeños de cupido, acaricia por un lado la tibia brisa de la costa y por el otro se proyecta en los límpidos espejos de San Cristóbal y Colta-Raju, Cuncashca, sobre Anta y Yúngar, tiene nostalgias que el nevado de Vicos y el Hoyuelo edénico de Taricá hacen más ensoñador con las liquidas perlas de sus noches lunares. Huanacashma y Canchirau en Carhuaz arreglan partituras de zarzuela, cuadros al fresco con las níveas cumbres de Copa y Hualcán. Punap en Yungay, platica con el Huascarán temas metafisicos y orquesta óperas que las torrentes ejecutan con frenesí sobre Pueblo Libre , Mato y Huaylas, las cumbres de Huashca, Pavas y Cruz- punta, de patina milenaria, tienen coloquios eglógicos con el Huandoy y extienden sobre el vergel y la campiña caracina brochazos albos de esmeralda, sombreados de bronce.
En este escenario la belleza obra por sugestión. En todo el Callejón esta fuerza esparce su fina sensibilidad y simpatía. El medio imprime su sello o estilo a la producción artística y el hombre va enriqueciendo su acervo artístico con un tesoro espiritual elaborado en milenios de años. Experiencia inédita y conjunción de fuerzas telúricas.
Hay una profunda diferencia de reacción emotiva entre el hombre del paisaje policromo y el hombre del paisaje agreste y monótono. En el primero hay bondad y facilidad en la inspiración, en el otro, esfuerzo y artificio, la ficción y cálculo de los efectos.
En el ejercicio de la visión en un paisaje espléndido crea un órgano especial de enfoque: palpa la Mirada la nívea grandiosidad del nevado y logra cuajar las impresiones que la melodía en sus voluptuosos estremecimientos ha provocado en su contacto con el alma. La modalidad del paisaje crea la raíz vital y peculiar de un signo afectivo y de una actitud existencial dentro del universo. Flexo cultural y protoforma de concepciones originales.
Por entre el medio de las dos cordilleras florecen praderas musicales y exultantes que son como las cunas de la emoción y del pensamiento. Las ciudades como un rocío matinal ululan en la campiña, ágiles y señoriales.
La naturaleza se ha desvertebrado como en el banco de un escultor. El Ande, maestro de la escultura peruana está acabando de forjar la estética Americana. Sus entrañas abiertas muestran su solidez y la riqueza de la vida hasta en sus más profundas resquebrajaduras. Las quebradas angustian en el infinito repliegues de su estructura, acrecientan la curiosidad con la complejidad de sus ecos y recovecos, pueblan la mente de fantasías con su oscilación y movilidad perpetua. 
La Cordillera Blanca opone su cortina de armiño al fuego abrasador de la montaña y acaba de suavizar el clima remilgado del Callejón. Refrigerante y contralor del trópico evita la descomposición del ensueño y de la ternura. La Cordillera Negra ni tan alta para aislar, ni tan baja para borrar el relieve augusto inclina su mole gigante a la influencia de la corriente marina de la costa. En todo el valle se estrecha la visión del poniente; tampoco viene de muy lejos el levante. Aparece súbito éste y aquél se aleja inaudito. Constreñidos a mirar de cerca la vista se levanta hacia los confines apuntados por las cumbres. Pero si el horizonte es corto, la claridad es magnífica. En cambio la profundidad y la altura tienen aquí proporciones incalculables, bastos dominios que rebasan la admiración del poeta y la interrogación del filósofo. Toda la naturaleza contribuye aquí a modelar una personalidad que urge ver las cosas de cerca y que se empeña en acercar lejanías tras el cortinaje que fingen las montañas del cuadro. En este escenario la idea tiene claridades resueltas y la emoción el temblor generatriz de las grandes creaciones.
El valle recortado a gusto de parque borroso ofrece al espíritu una acabada tónica contemplativa y forja el tipo meditativo, emocional y poético.
La mole soberbia del Huascarán da la impresión que tuviera la porfía de detener con su peso la acelerada rotación de la tierra y de sujetar la liviandad del pensamiento. 
La carretera holla la pampa. Los vacunos se esquivan en las vertientes y los rebaños de ovejas semejan escarchas. En Cátac, cámaras funerarias soterradas en las colinas dan un sabor de historia a la ruta. Más abajo y para entrar a Ticapampa las canteras de ónix ofrecen a la fantasía su miraje verde y nacarado. Las oficinas de lixiviación y las chimeneas de los hornos muestran la zona minera. En una calle larga y estrecha los restaurantes y cantinas absorben a los obreros y transeúntes, mientras que en los cerros el taladro horada las extrañas de la tierra. 
En Recuay hay alboroto minero. En todas partes el socavón es una vorágine. La puna tiene sugestiones pastorales. Próximo a la laguna de Querococha un cortijo, en medio de un bosque de quinuales es como un brochazo al óleo. Más arriba la alquitarada laguna se arrebuja en los flancos de la montaña nevada y como un tajo de luna ofrece a la admiración su belleza argentada. Hay una tradición de embrujo y sortilegio en las grutas de Santo Toribio. Y a la salida de la población bosques de espinas erizan sus agujas y describen espeluznantes sombras sobre la arcilla. 
En Recuay y Ticapampa el paisaje se reviste de claros tintes de acuarela. Sobre el fondo pardo de sus montañas los oasis de las pampas ponen su inusitada alegría. La orogenia del lugar arrastra la actividad del hombre hacia las Alturas. El espíritu se acerca al horizonte, se evade de la sensualidad del valle y se pone a prueba de las inclemencias de la naturaleza. El hombre descubre cada vez insospechadas y extensas superficies, horizontes diáfanos, bellezas inhalables, Alturas fascinantes y paisajes etéreos. Al hombre le acicatea la impaciencia. Escruta impávido, contempla hierático y tiene ahíta la Mirada. Y el dinamismo de las cumbres y abismos, la impiedad de las tempestades y lo inhóspito de la puna hace del morador un espíritu pertinaz y rebelde. 
En la puna la lluvia se desencadena en tempestad. La furia de los elementos asola en toda su rudeza. Aqui la nostalgia del indio se subleva de su tristeza. Y ahí donde un picacho se levanta en una osadia agresiva nace inmediatamente el impetu de escalarlo. Este escenario admirable al que la melancolia y el ensueño lo ensanchan infunde una amplia concepción de la vida.
Una visión de espacios infinitos se suceden. El paisaje pobre en los páramos se hace fantasmagórico en la grandiosa ilusión del espejismo que juega el nevado en las lagunas. Moles opulentas de nieve enderezan su penacho de cristal tratando de sostener el dosel de un cielo especular. Aquí el espacio y el fondo luminoso y profundo con propensión a estremecimiento y esfumato, ofrecen a la pintura motivos de originales creaciones. 
El paisaje de la puna no puede prescindir del dramatismo del indio. El mitimáe esconde su nostalgia en las anfractuosidades de la cordillera y el pastor modula en su quena las torturas y las vehemencias de su raza. En este ambiente el yarabí aumenta energía a manera de una tempestad inestallada; vuelca en sus notas el destino atribulado de los indios, se escapan sus quejas como estelas mesiánicas en precursión de indómitas reivindicaciones. Sus melodías tienen la profundidad triste de los abismos andinos y el alba roja de sus cumbers. Al lado del yaraví grave y melancólico se anida en la puna otra melodía más doliente y profunda. Es el "Ayarima" canción fúnebre de una abrumadora infinitud aflictiva y dolorosa; sus notas se esfuman apenadas como un gemido, agudos y cortantes como un silbido lúgubre de los vientos helados de la puna, broncos y taciturnos como sus tempestades. El "Ayarima" estremece el alma, pasa por ella como un vendaval, desflecando el vellón sedoso y tierno de su pena.
Sin embargo el paisaje de la puna es grandioso. En las mañanas la albura de la aurora pone sobre el nevado su inefabilidad perlada, a medio día paletadas de luz dan a los lagos una coloración iríca y en las tardes las cumbres se encienden de pudor en la perspectiva mirífica del ocaso del sol en el confín marino. 
Una carretera risueña se prolonga de Recuay a Huaraz. Brocados de labor agraria engalanan el campo y el río Santa ofrece la ovación de su música. Por Aco, Mashuán, Santa Elena y Tacllán el panorama se ensancha y los campos revestidos de verdor ofrecen su colorido y sugestion. Las retamas hacen su aparición y bajo el influjo de su aroma se ingresa a Huaraz. El paisaje cobra un aspecto decidor. Sobre las Colinas el sol derrama pajuelas de oro y los nevados se divisan como torsos ambarinos. Sumisa, engolosinada, apetitosa con una fragilidad sensual y una pereza mimosa está tendida la pradera huarasina. El Santa y el Quilcay han ajustado su talle en una donosa gracia femenina. La población tiene un corte peculiar con sus calles angostas. Hay en ello un sentimiento de acercamiento y de intimidad.
Por todas partes Huaraz esta cercado de campiñas. Por el occidente Póngor y Marcac le ofrecen sus estancias arrobadoras y por el oriente están Unchus, Rivas y Marián con sus abigarradas alquerías y sus panoramas nevados. Hay aqui una reverencia cósmica con la vision cercana de las auroras. 
Por la quebrada de Coyllur Huaraz se elonga en los magníficos senos de una pradera impecable. El río discurre cadencias y modula acordes bajo las sombras cárdenas y violetas de la arboleda que la borda. Los bosques de eucaliptos prestan la canción de su color y de su ritmo; en las parcelas de cultivo las sementeras de trigo, de quinua y lino ofrecen coloraciones de oro, de nimio y azul que se prismatizan en la visión del paisaje. La ruta es una cinta trémula de carretera que llega hasta la Capilla de Coyllur; más arriba el camino cabriolea por la orilla del río, trepa el cerro y descorre admirables para enseguida ofrecer confines de cristal, regions de vision y de ensueño. Presto se ingresa a Jancun, las chullpas indígenas dan al paisaje su sabor arqueológico; aparecen las siluetas nítidas de los nevados de Shurup, Huamashraju y Huarmihuañunga. El camino prosigue por la jalca y en las llanuras son sendas que se pierden en el césped o en el atolladero. El sol reverbera y bulle; el céfiro es un esquerzo melódico y las sendas se apuntalan con los caminos que orillan los ríos de Quellquehuanca y Shallap. Los acantilados de granito muestran el óleo milenario de su pátina y mientras la ruta cada vez se angustia más las cumbres exacerban con su vértigo. Al fondo de Quellquehuanca y Shallap las lagunas acunan su hechizo y dan a fulgir superficies de ámbar. La refracción solar orquesta sobre ellas una tonalidad de riquísimos matices. Por sobre las lagunas los nevados de Cuchillacocha y Yanahuagra muestran su tesoro y su canon de arte.. Los cerros agrestes y las rocas desnudas se iluminan de una rara fosforescencia y brota como mágia la belleza que exalta y vivifica al paisaje. Alguna que otra orquídea muestra su gracia peregrina mientras que por encima los quisuares dan a lucir sus hojas plateadas y sus flores de oro. El viajero que ha llegado a captar el encanto y el prodigio de estas raras estampas siente el contacto de lo bello y el transporte de lo sublime.
De la pátina de las cumbres enhiestas, del tono verde subido y decreciente de los bosques y pajonales, de la platería damasquina de los lagos y de los ríos, del fulgor de los nevados, de los horizontes y del cielo brota el estilo y el espíritu del paisaje que deleita y anega.
El regreso es como un despertar. La luz del atardecer es una maravillosa graduación de sentimientos y una melodia de sinfonías plásticas. El viajero transido de melancolía baja por el dorso de Unchus: mientras por delante tiene la magnificencia del ocaso que se revuelve en arreboles de oro por sobre las cumbres de Callán y Huinac, a ambos lados de la ruta los ríos de Quellquehuanca y Parin ejecutan canciones pastoriles.
Ninguna población goza como Huaraz de extensas y bellas perspectivas glaciales. Los nevados se suceden pródigos y cobijan multitud de hermosas lagunas. El andinismo ha encontrado su cede en este emporio de sorpresas. La magia de la cordillera atrae y embeleza y un fluido lustral alivia y hace como flotar el alma.
En Chancayán y Palmira la Mirada recorre estampas polícromas. En Pariayacu y Marián el paisaje otrora pulsaba un plectro de belleza maravillosa. El valle y la cordillera se avizoraban con voluptuosidad, los ríos forjaban melodías para la música y los vergeles decoraciones para la égloga. Un acusado sabor bucólico humanizaba el escenario y ponía la nota vehemente de un juramento sobre el rumor sortílego de las cascadas. La novela virgiliana y el canto épico estaban en cogitación: angustiados en el coágulo de las savias de las linfas. Por encima de este lujo las lagunas de la cordillera cansadas de ruego e imploración, vencidas por el fragor de la montaña se han desbordado en una sed de holocausto, arrastrando a su paso poblados risueños y landas arborescentes. Desde entonces el cuadro esta despavorido y transido de dolor. Las corrientes ejecutan elegías lúgubres, la brisa esparse el tono aflictivo del llanto y la nota raída de la catástrofe. A lo largo del lecho del Quilcay el osario del paisaje yace en el pavor de los restos insepultos. Al pie de los acantilados los deudos dan su llanto a la corriente en un mensaje de plegaria.
En Monterrey se ensancha el paisaje. Una verberación solar pone euforia en la vega y un cielo azul translúcido, jaspeado de celajes en la mañana y empurpurado en las tardes hace soñar. La campiña es un balneario termal. Hay un rumor social y de aventura. En los días festivos se apiña la gente para luego disgregarse en los huertos vecinos. Surge la tertulia y la música esboza ritmos frenéticos.
Una franja de carretera va mostrando verdaderos balnearios de belleza panorámica. Paltay, Taricá y Pariahuanca exhiben sus siluetas de campiñas zalameras. Se estrecha el valle y las Colinas de ambos lados adelantan sus bustos encandilados. El Santa esparce su brisa de muy cerca y el clima gana una frescura de primavera. Las montañas ponen el tono maravilloso de suaves y largas penumbras y el horizonte ofrece el candor de un cielo tranquilo teñido de tintes de cinabrio azafranado. 
Jangas, Yúngar y Anta, desde la ribera opuesta ofrecen sus faldas floreadas. Por entre Cuncashca y Pacullón una quebrada trae el rumor de la nostalgia de la puna. En toda la ruta las retamas ganan en profusión y apostura, embalsaman el ambiente. En Marcash y Racrahuanca las colinas anidan recuerdos y el discreto panorama está como en espera de los amantes.. Por encima reverbera el sol y las cumbres avizoran de cerca la impoluta blancura de las nieves. En las faldas el follaje de las retamas vuelca su aroma silvestre y en alguna que otra cabaña el romance apura su inquietud. Desde antiguo en este escenario el corazón ha hablado a solas a la naturaleza y el idilio a asumido gallardías osadas, heroicas, urgidas de sinceridad y renunciación. El ambiente parnasiano capáz de dar realidad a los más inverosímiles caprichos de la imaginación está en íntimo coloquio entre la augusta majestad de la naturaleza y el inquieto cromatismo emocional del juglar.
Por Taricá la ruta prosigue ensimismada. A un lado la playa del río le da su frescor melódico, al otro la campiña fulge su riqueza. Pasa por Pariahuanca y la Florida recogiendo el trino de las aves y el tono magnificente de sus prados. Se ingresa a Marcará. La montaña nevada de Vicos y las aguas termales de Chancos ponen sobre la sonrisa del campo perspectivas de ensoñación. Tras esta magia del campo se ingresa a Carhuaz. La población es ensoñadora. Su clima suave y su campiña próvida son una primicia de la primavera. Por Maya y Ecash el Santa pone su tónica musical y por sobre Tambo, Cajamarquilla, Amapampa, y Pirhuayoc, el sol se filtra por los nevados. En Paty la campiña se ha remosado y asumido pulcritud de balneario industrial. Por Toma y Tinco, las estampas rurales cobran animación virgiliana por sus casitas rústicas y campos de labrantío. En la falda occidental Huanacashma y Antaquero rondan en el escenario y son como vigías de la campiña. De estas comarcas salio Uchu Pedro en 1885 para decapitar a los déspotas y liberar a la servidumbre. 
En copa hay rumor arqueológico y la riqueza cerámica muestra el ingenio y el abolengo artístico de la región. En la Merced hay estancias melódicas, hacen la delicia de la estampa y el encanto de sus termas. 
La montaña Nevada de Hualcán es el venéro artístico de Carhuaz. El rio Buhin tiene resonancia bélicas. En sus aguas flamean heraldos de lucha fraticida y hay en sus ondas algo así como un desvanecimiento del ensueño de Bolívar. En Pampas, Mal Paso y Tishtec la campiña se estrecha, pero gana en fecundidad y esplendor.

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